¿Cuándo perdimos la inocencia?

julio 16, 2016

En nuestras vacaciones, visitamos una comunidad de Intibucá llamada Cofradía. Como la mayor parte de los lugares rurales de nuestro país, aldeas muy pobres, olvidadas por la mayoría de los políticos; postergadas del progreso, tecnología, todo lo que llamamos “civilización”.

Llegamos a una pequeña casa de adobe, me impresionó la pobreza digna en los que sus habitantes vivían; piso de tierra, coloridas tejas del techo, flores de Napoleón en el jardín y hasta un inmenso cerdo. Después de la plática con el jefe de la casa, un hombre de maíz entre los 30-35 años, descubrí una inteligencia vital muy impresionante. Cordial, humilde, perspicaz con un gran sentido natural del mercadeo; me contó la historia de cómo aprendió a trabajar el arte de las vasijas artesanales de pino, hilados; y la comercialización del barro blanco (única mina en el país) elaborando cerámica.

Pero lo que más me impresionó de ese mundo, al que no visitaba desde hace mucho tiempo (diría desde mi servicio social) a pesar de que vivo en un pequeño pueblo cercano a Tegucigalpa; fue la mirada inocente de un niño que me escudriñaba desde una ventana. Su sonrisa apareció de inmediato cuándo le solicité posara para una fotografía. Fueron apareciendo sus hermanos, otro varón y la pícara mirada de la menor de unos 3 -4 años. Todos posaron para mi limitada cámara del teléfono celular, sencillos, espontáneos, humildes…con esa mirada que destilaba una sensación de despreocupación, alegría y felicidad por descubrir el viajero con una tonta cámara. Esas miradas han resonado en mi mente y no me he podido librar de ellas, me ha hecho recordar mi infancia, la de mis hijos y la de muchos que he visto. Esa mirada inocente de ser felices al jugar con una caja de fósforos, de maravillarnos con la naturaleza, de jugar foot ball con una “chapa” de gaseosa, o de saltar charcos en la lluvia. Esa inocencia de construir ciudades perdidas en la arena y la piedra, y destruirlas por el placer de ver horas de trabajo volver a la nada. Esa mirada inocente de tardes enteras cazando pichetes, jugando “escondite”, de cazar zompopos de mayo, de jugar “landa”, rayuela, “chimiri cuarta” hasta escuchar el grito de la madre a las 10 de la noche. La mirada inocente de la despreocupación, de la paz; de pelearnos y reconciliarnos 15 minutos después sin resentimientos, esa mirada de sinceridad, de despreocupación por lo que visto.

Me doy tanta pena, que no me doy cuenta cuándo me volví lo que soy, un esclavo del tiempo que no existe, un enfermo de estrés sin sentido, un sociópata del miedo a los demás, un usuario de máscaras según la ocasión, alguien que perdió el sentido del disfrutar de las cosas sencillas.

Crecer me volvió desconfiado, apático, insalubre…recuerdo pasar horas sin comer solo por el placer de jugar sin fronteras de tiempo, de levantarme y pasar el día sin oficios ni preocupaciones. Crecer será un mal de los humanos, incorporando esquemas sociales, formas de aprendizaje que nos hacen esclavos, preocupados por el valioso dinero, el prestigio y la profesión.

Crecer nos ha hecho menos humanos, menos solidarios, menos felices, nos ha hecho “viejos” en todos los sentidos; no solo en lo biológico sino en lo más profundo de nuestro espíritu. Perdimos la inocencia al hacernos adultos desconfiados, controladores, apáticos, consumistas e intolerantes.

Es fácil ahora entender, después de la mirada de ese niño pobre lo que pedí hace mucho tiempo y me ha llevado a pensar y reformularme mil veces la incógnita de: ¿Cuándo perdimos la inocencia?

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